viernes, 15 de febrero de 2013

Del amor (París -Marsella)

Uno de los más hermosos libros que hablan acerca del amor que yo haya leído, probablemente, no sea un libro de amor. Es un diario de viaje escrito a cuatro manos. Julio Cortázar y Carol Dunlop deciden hacer del trayecto de autopista París -Marsella un viaje en sí mismo y van parando en cada una de las áreas de descanso (una por día o casi: sesenta días-setenta paradores), acampando en ellas en una autocaravana, estrecha pero solidaria (evidentemente eran otras épocas: hoy en día e pasar una noche en un air de service los hubieran desvalijado antes de llegar a Villiers).

Porque este es un libro sobre el amor, no habla sólo del amor de pareja, sino que también está presente el amor por viajar, el amor a la escritura, el amor de los amigos.

Ayer fue San Valentín. Poniendo como tema el amor, para muestra, el botón de lo escrito:

Donde se procura explicar, como si ello fuera posible, la felicidad


Pero no por eso vamos a renunciar a las reglas del juego. Con la misma rapidez de siempre alzamos el fuelle de tela que forma el techo, instalamos las reposeras sobre la parte metálica que lo completa, verificamos el nivel horizontal del refrigerador y, como haciéndole un corte de manga a la fealdad del paradero, abrimos la cama y tendemos las sábanas, prontos a una venganza más bien íntima. Ya no vemos autos, ni siquiera el Super-tren TGV que pasa como un avión a reacción a muy pocos metros de Fafner. Ahora hay un aposento cuya luz tamizada va bajando a medida que el cielo se cubre y se empiezan a gruñir los truenos. Un aposento que se transforma en uno, en todos los refugios clandestinos del amor. El cielo se oscurece cada vez más, la lluvia golpetea en el techo, pero nosotros ya estamos lejos; y la llama piloto del refrigerador, si alcanzáramos a verla, podría muy bien ser el fuego de una chimenea en una gran cámara medieval escocesa en la que hubiéramos buscado refugio ante la proximidad de la tormenta; Fafner se abre como nos abrimos nosotros el uno a el otro, deja de ser ese espacio simpático pero estrecho en el que hay que calcular los gestos y movimientos para no golpearse un codo o darle un puntapié al otro o volcar la caja de huevos o el transistor. No: se despliega campo inmenso y vibrante; cómplices son esos tabiques que ceden a nuestros gestos sin romperse y asociado íntimo este techo que se alza infinitamente cuando nuestros deseos exigen más lugar del que Fafner puede ofrecernos normalmente. Ya más de una vez habíamos comprobado que nuestros abrazos no lo dejaban indiferente.


  Fafner, dragón del ciclo wagneriano, es el nombre que le dan a su autocaravana.
Los sillones serán llamados "horrores floridos" 


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